sábado, 27 de julio de 2013

Intermedio V

Es en los veinte, la década de tu nacimiento, donde renacen los valores nacionales: se enaltece el pasado indígena, se reconoce el pasado español, nos reconciliamos con el virreinato. Ya no te toca ver caminar por las calles de la Colonia Roma a Ramón López Velarde, pero perteneces a la primera generación de lectores de Suave Patria. ¿Te acuerdas de la estrofa que me leíste una mañana de invierno, mientras ordenabas por enésima vez un cajón de papeles viejos?


Suave Patria: tú vales por el río
de las virtudes de tu mujerío.
Tus hijas atraviesan como hadas,
o destilando un invisible alcohol
vestidas con las redes de tu sol,
cruzan como botellas alumbradas.

Acababas de cumplir dos años cuando se realizó el juicio de José de León Toral, el muchacho que mató a Álvaro Obregón y cuyo abogado fue Demetrio Sodi, probablemente abuelo o padre de Demetrio Sodi de la Tijera. ¿Te acuerdas de él? Cuando alguna vez lo viste por televisión, me dijiste que te parecía un hombre guapo. Y tú, a los guapos siempre les has dado mucho crédito. Por eso, consideras buen actor a Omar Sharif (más como Yuri Zhivago en la película de David Lean que como Colorado en El oro de Mackenna). Por eso, leíste con tanto gusto La tía Julia y el escribidor, porque Mario Vargas Llosa siempre te ha parecido muy varonil. Yo estaba contento, al ver que aceptabas una de mis sugerencias de lectura, puesta y bien dispuesta en tu mecedora de madera, con un ojo al libro y otro a Café con aroma de mujer, donde salía el deslavado Guy Ecker, otro de tus guapos, en el papel de Sebastián Vallejo.



Para don Demetrio, la defensa en el juicio de León Toral –público, oral y con jurados- se dificultaba, desde el momento en que se trataba de un asesino confeso. Por eso, su discurso pretendió demostrar que se trataba de un hecho singular, extraordinario, a la altura de las tragedias griegas, digno de Esquilo. Un dibujo verbal hecho por Sodi pretende encontrar belleza en el acontecimiento:

-El general Obregón, al caer, sonrió como saludando a la muerte.

Ezequiel Padilla –por la parte acusadora- no se quedó atrás. Fue un duelo de grandilocuencia y desmesura poética. Padilla dijo que, al morir Obregón, no cayó un hombre sino una montaña…

-¡Una montaña de generaciones, de generaciones humildes, cuya causa es presidida por el Cristo Redentor, no ese Cristo en cuyo nombre se ha perpetrado este crimen!

Tú eras entonces una niña, pero fuiste educada en un ambiente de veneración a dos madres Conchitas: Concepción Arévalo –acusada de participar en el asesinato de Obregón y enviada a las Islas Marías a purgar una condena de veinte años- y Concepción Cabrera de Armida –fundadora de las Obras de la Cruz-. ¡Y el nombre anda siempre en la casa! Mi abuela, tu madre, es Concepción, de quien naciste el 25 de septiembre de 1926, en la casa número 3 de la segunda calle de Civilización (mira, tengo hasta el número de teléfono: 225, de la Compañía Ericsson, cuya central telefónica automática, la primera en México, comenzaba a funcionar en esos días). Tu primera hija es Concepción.

Paseo mentalmente por la casa de los Escandón (que fue antes de don Justo Gómez y hoy conocemos como Parque Lira). Una calzada de árboles nobles y elevados conduce hasta la entrada circular. El segundo cuerpo de la casa es sostenido por un peristilo corintio, con su enlosado mármol de Génova, parecido acaso a las pérgolas que en el Parque México vemos (o veíamos) cubiertas de bugambilias. En la galería que antes perteneció al Conde de la Cortina, los Escandón presumen originales de Pablo Céspedes, Alonso Cano, Turner y Gerardo Dow, y no faltan ahí buenas copias de Rafael, Ticiano y Corregio.

Tacubaya es, en el imaginario de tus hijos, el paraíso perdido, la tierra del principio, el lugar donde parece que sucedieron las cosas importantes. Tacubaya, en cuyas haciendas descansaban no hace mucho las familias ricas que, en sus lujosas casas de campo, jugaban a los bolos y paseaban por los jardines.

Tacubaya, con su Teatro Apolo y su frondoso fresno llamado Árbol Bendito, era entonces un lujo, y algo de ese aire aristocrático puede respirarse este sábado de otoño de 1926, a las diez de la mañana.

Sábado 25 de septiembre de 1926

El sol tibio de septiembre dibuja la débil sombra de los árboles de Tacubaya, mientras la señorita Luz Elena Osorio Mondragón camina por Avenida Primavera. Va vestida de blanco, paloma perseguida por el viento, y es observada por los piracantos. A sus treinta y siete años, ligera como adolescente, Luz Elena no camina, Luz Elena trota: lleva cierta prisa, sí, pero es esa prisa alegre que no admite distracciones ni momentos para pensar. Los hoyuelos de sus mejillas se marcan de ternura por la sonrisa delicada que le brota de sus emociones. Y es que hoy, a las siete de la mañana, a su hermana Concepción le nació una bebita, toda gordita, morena, chiquita.

Luz Elena tiene prisa, porque no quiere perderse ni un segundo las cosas que pasan en la casa. Dejó a Conchita acompañada de dos hombres: don José Tagle y Aguilar, el padre; y don José Luis, el culto ingeniero geógrafo, tío de la recién nacida.

¡Y para lo que sirven estos dos!, piensa Luchena, no con desprecio sino con ese orgullo femenino que no concede crédito a la capacidad doméstica de los varones.

Además, don José le dijo que también saldría un rato, que tenía algunos asuntos que atender, que se le dispensara, por favor.

-¡Y José Luis, pobrecito! De estas cosas no entiende ni papa. ¡Ah, que no se me olvide llevarle su Neutralón! ¡Qué bien le ha curado el estómago! Claro, es medicina alemana. Tengo que apurarme.

Y allá va la señorita Luz Elena, pensando en el nombre que recibirá su primera sobrina.

-¿Concepción, como su mamá? Tal vez, tal vez.

Entra Luz Elena a la casa, y pocos minutos después llega su cuñado José, todo catrín y bien peinado. 

(Ni a su mujer le dijo que le pegó a la Lotería. Tal vez no se sacó los 125 mil pesos del premio mayor, pero algo importante habrá alcanzado como para hacer lo que nunca: fue a la calle de Bolívar y entró a la peluquería Ambos Mundos, la más elegante y mejor atendida de la ciudad, y gastó dos pesos con ochenta centavos en la rasurada, el corte de pelo, el masaje de Boncilla Beatifer y el champú. Bueno, hasta pidió que le pusieran la loción cara, Flores de Amor).

¡Ay, qué guapo viene, José! -dice Luz Elena.

¿Le parece, Luchena? -contesta mi abuelo, sin darle mucha importancia.- Mire, le traje Hermase Thezze.

-¿Y eso qué es?

-Píldoras... a base de extractos vegetales. Lo último en medicina francesa, para sus varices.

-¡No gaste, José, no gaste! ¿Dónde las compró?

-Allá, en Revillagigedo. Me atendió el mismo Julio Benot.

-Yo le compre a usted Tonomalare.

-¡Ay, Luchena, Luchena! ¿Sigue pensando que los alemanes son mejores que los franceses?

-Es que lo veo medio anémico. Ándele, pruebe estas pastillas. Ya también las está tomando José Luis.

Mi abuelo no es muy dado a mostrar cariño a su cuñada, a la que culpa de que su mujer nunca esté en casa (se la pasa metida en casa de Luchena); pero la buena suerte le ha cambiado el ánimo, y Ma está contenta de verlo alegre.

-¿Cómo está Conchita?

-Bien, bien. ¡Y la niña está preciosa!

La niña todavía no tiene nombre, pero todos parecen coincidir en que debe llamarse como su mamá, Concepción.

Sin embargo, el ingeniero José Luis Osorio Mondragón ha pasado varias horas en su biblioteca en busca de los nombres históricos de la familia...

-Pienso que la niña debe llamarse María de la Luz. porque ese nombre aparece de manera frecuente en el árbol de nuestra genealogía, afirma el ingeniero José Luis Osorio Mondragón, al tiempo que abre su cuaderno de notas y lee…

"A principios del siglo XIX, Joaquín Mondragón llegó del viejo continente a la Nueva España, cuando la rebelión insurgente de algunos criollos era apenas un secreto a voces. A pesar de su juventud, Joaquín ya era capitán teniente coronel de la Compañía de San Blas, Territorio de Tepic. Fue entonces cuando conoció a la señorita Josefa Garduño, cuya familia se había establecido en la colonia desde mediados del siglo XVIII.

"Joaquín y Josefa se casaron en Ixtlahuaca, en plena revolución de independencia, en 1819, cuando el recién llegado contaba ya con el cargo de Comandante de la Primera División del Sur, y tuvieron cuatro hijos: José María, Mariano, Ángela y Dolores. 

"Años más tarde, José María Mondragón Garduño –el primogénito- contrajo nupcias con María de la Luz Esquivel, dos veces viuda, hija de don Secundino Esquivel, sobrino nieto de Joaquín Esquivel, pintor del XVIII cuyos cuadros aún pueden apreciarse en el Claustro de la Merced, al sur de la Plaza de la Constitución.

¿Un pintor en la familia, antes de mi prima Carmen? –pregunta sorprendida Luz Elena.

¡Sí, Luchena, y muy reconocido! –afirma Pa-. Mira que el mismo doctor José Ignacio Bartolache y Díaz de Posada, el eminente editor de El Mercurio Volante y creador en su época de exitosas pastillas férricas, al practicar una hesitación filosófica en torno a la imagen de la Virgen de Guadalupe…

-¿Una hesitación…?


-Sí, sí, es decir, una duda. La hesitación filosófica es la suspensión voluntaria y transitorio del juicio para dar espacio y tiempo al espíritu a fin de que coordine todas sus ideas y todos sus conocimientos. (B
artolache fue siempre un defensor ardiente de las ideas de Descartes). El autor de Netemachtiliztli (mira, aquí tengo el libro: trata en náhuatl el asunto de sus pastillas), al querer entender la extraordinaria conservación del famoso ayate (fabricado con ixcle, es decir, filamentos de maguey), así como de la imagen misma, mandó hacer copias de la guadalupana a diversos pintores, entre ellos a nuestro tío Joaquín…

-¿Y esas copias... se conservaron igual?


-No. Sin embargo, no es del milagro de lo que quiero hablar, sino del orgullo que me produce traer sangre de artistas reconocidos en su tiempo, como nuestro tío, don Joaquín Esquivel, una de cuyas descendientes es, te digo, María de la Luz Esquivel.

María de la Luz, María de la Luz. Me está gustando
-dice Ma, como pensando, para luego juntar sus manitas, como niña a la que se le platica la más hermosa de las historias- ¡Cuenta más, José Luis, cuenta más!

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