miércoles, 17 de julio de 2013

Intermedio IV


Pero antes de seguir con tu fiesta de quince años y con la llegada de papá a la Ciudad de México, hablemos de tu nacimiento. Vas a perdonarme, a propósito, tanto desorden de tiempos, pero la fealdad de este nuevo siglo y la fealdad de esta ciudad me impiden narrar tu vida como yo quisiera, como tú lo hacías: cada cosa en su lugar, la ropa ordenada en el cajón respectivo, los platos bien apilados, la limpieza, el universo sin errores, la vida con calma, despacio que llevo prisa, decías. O como decías de chiquita cuando te preguntaban qué tanto hacías: Acomolando, acomolando. Hoy, en cambio, todo es más rápido... y, por eso, todo es más feo. ¡Cierra los ojos, mamá, este nuevo siglo no es el nuestro!

Dame permiso, mejor, de escribir como sueño.

Entre las sombras de los años veinte, basta una pequeña luz para que la década no sea en vano, no sea pura noche, tanta oscuridad. Hay, el 25 de septiembre de 1926, a las siete de la mañana, un amanecer que, sin saberlo, iluminará los muchos años que aún le quedan a la centuria. Una amanecer así de chiquito, una luz morena que hace de Tacubaya el centro de la historia.


Llegas al mundo el mismo año en que nacen Marilyn Monroe, Miles Davis, Michael Focault y Tony Camargo. Es el año en que muere Gaudí, arquitecto de los sueños, sueños de luz. Llegas a un México de días violentos: campesinos levantados en armas, guerra entre los indios yaqui y el gobierno de Plutarco Elías Calles; misas subrepticias, fusilamiento de curas; monjas escondidas y aisladas del mundo. Es el México de los años veinte, el mismo en que el rico industrial Carlos B. Zetina propone la reelección de Elías Calles (contrariamente a lo que se piensa, su primer apellido es Elías) y se queja de que las grandes haciendas, antes imperio de riqueza y producción, están siendo repartidas entre peones ignorantes incapaces de trabajarlas.

Es un México que vive los estertores de una revolución traicionada y vuelta mausoleo. Tu nombre completo es María de la Luz Gema de los Dolores Tagle y Aguilar de Osorio y Mondragón (lo de Gema fue un disgusto para mi abuela, tu madre, pues es el nombre de la primera esposa de mi abuelo, tu padre, quien para colmo tuvo la torpe idea de colocar el cuadro de la difunta en casa de su segunda esposa), y eres registrada el 17 de abril de 1927, dos días después de cumplir siete meses de nacida, en la Municipalidad de Tacubaya. Don Luis Melgarejo, juez del estado Civil, firma la constancia de tu nacimiento, y de ella dan fe, en el número 100 de la calle de Hidalgo, el adorado Pacito (José Luis Osorio Mondragón) y un señor llamado Manuel Palencia. Tus padres, mis abuelos, don José Tagle y Aguilar, poblano de cincuenta años; doña Concepción Osorio Mondragón, originaria de Texcoco y con cuarenta años de edad. ¡Qué atrevidos! ¡O cuánta salud la de entonces! Muchos años después, te reirás de esto:

-Pues tus abuelos ya eran grandes cuando yo nací, y mira: no me pasó nada, no me pasó nada, no me pasó nada…

Harás bizco y pondrás cara de mensa. Nos reiremos mucho, como para apagar el vértigo de las probabilidades. Pudiste haber salido de veras mal; pero fue todo lo contrario: saliste muy bien, con una inteligencia por encima de lo normal y con una belleza que todavía me trae locamente enamorado.

¿Y tus abuelos, mis bisabuelos, aún están ahí o ya se fueron? José Pablo Tagle y Guadalupe Aguilar; José Delfino Osorio y María Mondragón.

Tío Carlos aprovecha la visita de su sobrino Agustín para leer ante él algunos pasajes de su nuevo proyecto literario: la biografía de Agustín Aguilar y Namorado, su padre, que entonces tiene ya cinco años de fallecido. Piensa que la edición puede hacerla el Centro Veracruzano de Cultura y quiere que el prólogo lo escriba don Erasmo Castellanos Quinto, alumno de mi bisabuelo en la Facultad de Derecho. Don Erasmo abandonó la profesión de abogado para dedicarse a las letras y la enseñanza de la literatura, y en 1941, a sus sesenta y tantos años, sigue siendo un muy buen amigo de la familia.

Los deseos de Tío Carlos, como sabemos, se cumplirán: el prólogo es escrito por don Erasmo.

¡Muy interesante! Pero el joven Agustín ya anda con la cabeza en otro lado. Si en un principio, cuando su primo Mario le comentó de ti, no dio muestras de interés, ahora, en cambio, quiere conocerte, quiere ir a tu fiesta. ¡Y consigue ser invitado!

Tal vez es el primer baile formal de papá, y, como teme ser rechazado, decide sacar a la más fea. Al hacerlo y tocar su espalda, descubre que la pobre muchacha tiene un enorme grano a punto de estallar. Pero Agustín es un caballero: logra pescar unas cuantas palabras, tejerlas entre sí y formar dos o tres oraciones sobre el clima y lo bonito que dejaron el Zócalo para las fiestas patrias.

La pieza musical se vuelve eterna, como rosario en ayuno.

Al buscar con los ojos a Mario, entiende que la niña que baila con su primo eres tú. ¡Qué bonita, de veras qué linda!, piensa papá, y por su cabeza pasan todas las estrategias que un adolescente de 17 años, católico y poblano, puede imaginar para acercarse a ti.

Con la cortesía necesaria, deja a la muchacha del grano y se dirige, con paso vacilante, a la entrada del hall. De pronto, escucha las melosas palabras de Mario:

-María de la Luz, aquí hace mucho calor. Vamos a la terraza.

El rostro de papá lo dice todo. Fija en una pequeña hendidura de la pared, su mirada revela la contrariedad de quien no contaba con la agradable sonrisa de su primo.

¿Qué está sintiendo papá mientras tú platicas con Mario? No es irritación contenida, no son celos, no es ni siquiera enojo. Cómo va a ser eso –piensa Agustín-, si no nos conocemos; pero, entonces, ¿por qué siento cosquillas en el estómago, como si no hubiera comido? Quién sabe, tal vez sea eso: hambre. Veamos qué encuentro por ahí.

Tú platicas con una nube sin rostro llamada Mario, y tus ojos siguen el movimiento de papá hacia la mesa de los canapés. Por fin y con mucho esfuerzo, logras llevar la conversación hacia donde deseabas desde hace rato:

¿Entonces –preguntas como si nada-, Agustín también es mi primo?

¡Sí! –dice la nube-. Es hijo de mi tío Ismael… y nieto, como yo, de Agustín Aguilar y Namorado, tío a su vez de tu papá, porque tu abuela paterna es Aguilar.

Entre adioses y besos al aire de parientes y amigos, ves salir a papá y a Mario; observas que platican, pero no escuchas sus palabras. En ese preciso instante, lo que más quisieras es saber de qué están hablando, al salir de tu casa:

-¿Y qué te pareció la prima?, pregunta Mario.
-Está muy buena. Me gustan sus trenzas.

Pero Agustín no quiere hacerse ilusiones: eres su prima, a fin de cuentas. Y con ese pensamiento regresa a Puebla. Abraza a mis abuelos –Ismael y Esperanza- y sube corriendo a su cuarto, saca la Apologética, busca las páginas sobre el matrimonio y se encuentra con que hay impedimento para que este sacramento se cumpla entre primos.

El joven Agustín cierra el libro y descarta cualquier esperanza. Por ese arrebato de desilusión, no da vuelta a la página ni lee que hay posibilidades de dispensa cuando se trata de primos en tercer grado.

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