sábado, 13 de julio de 2013

Intermedio III

Cuando escuches este vals, 
has un recuerdo de mí,
piensa en los besos de amor
que me diste y que te di.
Si alguien pretende robar
tu divino corazón,
diles que mi alma te di
y la tuya tengo yo.
Cómo quieres, ángel mío,
que te olvide, si eres mi ilusión.
En el cielo, en la tierra,
en el mar, en la tumba
estaremos los dos.
Sí, mi vida es sólo tuya...
y tuyo mi corazón.

Medianoche de 1997, entre el 15 y el 16 de septiembre
. Suena el teléfono. Me levanto y descuelgo el auricular. Aún medio dormido, pregunto quién llama. Es Concepción, mi hermana mayor.

-Tino, acaba de morir mamá.

Se me desatan las amarras, se me viene todo encima, se me suelta un llanto angustioso, profundo... y caigo al suelo, hincado. Dolor nunca vivido, dolor en quién sabe qué profundidades del alma. Dolor que sabe al odio de Dios. No reconozco la realidad, me parece absolutamente ajena, como si las palabras de mi hermana me hubieran transportado a una densa oscuridad espiritual. La muerte arde, la muerte ahoga, la muerte es insoportable, inhumana.

Ya pasaron quince años... y todavía no termino la biografía de María de la Luz. El libro ya tiene título -Cuando escuches este vals- y comienza así:

Dicen que no es posible, pero yo sí me acuerdo. Tu leche tibia y la brevedad de mis manos en tu rostro, en tus labios. Nos miramos fijamente, sin entendimiento, pura ternura. El mundo está amueblado por tus ojos... y existo porque me miras. Ahora me acuerdo, aunque dicen que no es posible. Y, por supuesto, otros gozos más cercanos: la yema de huevo mezclada con azúcar, tus pestañas en mis pestañas, la mamila que sabe a miel, las ganas de tus arrullos. Pero primero tu leche... y tu mirada mientras bebo. El cielo es mi bochorno entre tus brazos.

Eres Dios y existes, la causa primera. Quiero entrar en ti, perderme en ti, desaparecer en ti, regresar a ti. Muero porque no muero. ¿Cómo te alcanzo, mamá, si la eternidad huye, se esconde y me abandona en el tiempo? Te llevaste todo, y nos dejaste en nuestra pequeñez, balbuceando tu nombre en cada esquina del día. ¿Hacia dónde miro para hablarte, para que me escuches? ¿Hacia las nubes, más allá de ellas? ¿Hacia tu cocina, hacia las cosas que pueblan tu casa, nuestra casa? Estás escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia. Desde la profundidad de los abismos, te llamo.

Tal vez duermes en el silencio de papá, quien, desde que te fuiste, no volvió a ser el mismo. Decía él que con tu partida perdió su infancia. Parece que ya nada le interesó. Y tus hijos andamos en las mismas, pero la vida nos obliga a decir que vamos bien, y hasta hacemos como que se nos olvida el dolor. Papá, en cambio, no tenía compromisos más que contigo. Tuvo derecho al silencio. Míralo, escucha esos ojos que te buscan.

Un día de septiembre de no me acuerdo qué año fuimos al Panteón Español, a las cinco de la tarde. Pero estaba cerrado. Ya no pudimos entrar. Volvimos al otro día. De cualquier manera, aproveché para tomarle dos fotografías a papá en el vagón del Metro. Míralo, te digo, escucha sus ojos.


Vuelvo a la memoria...

Y luego nos peinas con limón. Pero lo que a mí me gusta es tu pelo, y el ruidito que haces cuando te miras al espejo, con un pasador entre los dientes. Me gustan los picoretes que te das con papá cuando él regresa del trabajo –manojo de llaves y pañuelo arrugado sobre el tocadiscos Philips -. Besos de pájaro que alivian mis adentros. A esas horas, hay juego de aromas en la casa: tortilla medio quemada, bolitas de arroz que flotan en caldo de jitomate, el bistec y sus jirones de cebolla; puré de papa, a veces de manzana, como guarnición; agua de Jamaica o limonada; aguacate untado al bolillo, mantequilla en todas partes. La casa huele a ti, a tus manos; la casa eres tú y tus menjunjes, el árnica para el chipote y tus besos para el susto. Pero sobre todo... tu leche. Dicen que no es posible, pero yo sí me acuerdo.

Eres, mamá, un continente, y este libro es un viaje a tu interior. Visitarte, ir de excursión por tu vida es tarea de viajeros experimentados, pues nadie sale de ti sin modificaciones profundas en el alma. Mira a papá, por ejemplo: tu existencia lo embelesa y, así, arrancas de su mente la peregrina idea de hacerse jesuita. ¿Te acuerdas? Puede ser tu mirada, la de esos ojos tuyos que, para fascinar, miden de manera oblicua a quien se acerca; es la mirada que hoy se repite en tus hijas, en tus nietas y en tus bisnietas, porque en ellas estás, tan viva y tan hermosa como aquel otoño de 1941, cuando te vuelves, de pronto, causa de un encantamiento.

De Puebla viene Agustín al Congreso del Apostolado de la Oración que se celebra en la Ciudad de México. Se trata de una organización jesuita, de la que el joven Aguilar Rodríguez, con apenas diecisiete años, es entonces celador, es decir, encargado del cuidado espiritual de diez muchachos, apenas un poco menores.

Están cumpliéndose, a propósito, cuatro meses de que Agustín se extravió en el Ixtaccíhuatl. Se hospeda en casa de tío Carlos Aguilar Muñoz, hermano de Ismael.

¿Te acuerdas? ¡El tío Carlos, el poeta! Poeta menor, pero poeta al fin; autor, además, de la biografía de su padre, mi bisabuelo, Agustín Aguilar Namorado (ya nos servirá el texto para rizar algunos rizos). ¿Desde entonces tío Carlos no oía, o eso fue después? Tú me contaste que Tía Luz -su mujer- hablabla y hablaba y hablaba, sin parar y siempre para reconvenir a su marido por alguna minucia, y que Tío Carlos simplemente apagaba su aparato para la sordera... y listo: miraba a su amada esposa con la sonrisa de un beato.

En ese septiembre de 1941, tío Carlos le cuenta a su sobrino Agustín sobre sus primas Tagle Osorio y sobre la celebración de quinceaños de una de ellas, María de la Luz, en Tacubaya.

-Sí, tío, ya Mario me había comentado hace algún tiempo sobre las primas.
-Qué bueno, qué bueno. Entonces, ¿te animas? Mario es el chambelán de María de la Luz.

Llegan a Tacubaya a las cinco y media de la tarde. Observa que el chambelán es, efectivamente, el primo Mario -unigénito de Carlos-, muy guapo, con su pelo ensortijado, casi como lana de borrego (muchos años después, en el Colegio México, Tío Mario será apodado La Borrega, precisamente por su hermoso cabello).

El baile es el de Los Lanceros. María de la Luz no puede disfrutar su propia fiesta, porque cada vez que algún joven va hacia ella para sacarla a bailar, su padre la hace subir a los cuartos con cualquier pretexto:

-Ve por el suéter de tu hermana, que se va a resfriar. Ve a dejar el abrigo del doctor, ve, ve, ve...

Mi abuelo, ay, mi abuelo.


¡Mira esta foto! La señorita Luz Elena Osorio Mondragón (Ma), el ingeniero José Luis Osorio Mondragón (Pa), mi abuelo José Tagle y Aguilar, mi abuela Concepción, Tití (Guadalupe Romero)... ¡y Nené, es decir tú, de muy chiquita! Ha de ser 1927. Todavía faltaba mucho para 1941, cuando brotó el encanto en tus sueños.

A punto de cumplir quince años, eras Judy Garland levantada por un tornado y llevada a quién sabe dónde, a los brazos de Cary Grant, de seguro, lejos del Londres bombardeado y de la Grecia invadida por los alemanes, lejos de Manuel Ávila Camacho, nuevo presidente, y de León Trostky, refugiado en Coyoacán; lejos de los espías y de los espiados, lejos de la segunda boda de Diego Rivera y Frida Khalo, lejos de José Vasconcelos, que acababa de regresar del exilio; lejos de Pearl Harbor.

Lejos del mundo, cerca de ti.

Traías una extraña imagen desde hace dos años: el General Almazán había recorrido algunas calles montado en un caballo blanco, y acompañaste a Pa hasta el Monumento a la Revolución, para apoyar al candidato del Partido Revolucionario de Unidad Nacional; pero sobre el caballo blanco tú no viste, niña, a ese hombre más bien feo sino al príncipe de tus sueños, tu primo Agustín, al que ese año conociste y a quien, más tarde, le escribiste los cuartetos de tu ternura:

Como rosa que al sol se abre,
como rocío que se estremece,
así mi alma desfallece,
por alcanzar tu divino amor.

Qué grande ante mi vista es
el oyamel que hoy nos cubre,
tal parece querer en su altivez
tocar con su punta el cielo.

Al igual que el oyamel,
en un esfuerzo supremo
quiero tocar mi cielo,
quiero el imposible... a ti.

Mas si todo en vano es
y a mí, como al campo, el hielo me matara,
antes de morir te dijera:
muero pensando en ti.

Calcomanía fue el título de tus versos, al estilo de Campoamor. Flotabas entre nubes y escuchabas las notas desprendidas de la Orquesta Sinfónica de México, que acababa de estrenar el Huapango de José Pablo Moncayo. Coleccionabas poemas de amor en una libreta, a la que también añadías, para dejar claro el sentido de tus sueños, recortes de revistas de modas. Los poemas y las imágenes de esa libreta te delatan: las ganas de un beso.

¿Regresamos a tu fiesta de quince años?

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