sábado, 24 de agosto de 2013

Retrato del santo adolescente

Puebla, a 30 de agosto de 1947.

Mi querida María de la Luz:

Ayer te escribí. Y ya había yo cerrado la carta cuando recibí tu carta fechada en 28. Ya el cartero sabe para quién es ese encantador sobre color de rosa y me busca para entregármelo personalmente. Y cuando lo logra, se sonríe al adivinar la realidad de que es el mensajero de mi alegría.

En la tarde fui a clase de 4 a 5. Y después, mis compañeros quisieron festejarme mi Santo y me invitaron dos cognac, que me cayeron muy bien para mi catarro. Ya estoy mejor, y mañana u hoy en la noche me bañaré.

Ya fui por las fotografías. Y sólo, como ves, salieron tres, las que les mando, junto con los negativos, para que no me digas que los rompo o escondo (como a veces he hecho).

Te pido perdón por la tristeza que hayas notado en mis párrafos. A propósito inserto en mis cartas párrafos tristes, pero reales, para que tú te des cuenta del verdadero terreno que pisas. 

La tristeza sólo viene de la presencia del mal. ¿Cuál es este mal? Yo me refiero, en síntesis, a la sensación de haber perdido 15 años y de no poder darte actualmente todo lo que te haga feliz. Pero, como te digo, por ti modificaré mi carácter apocado, abúlico. Al contrario, tengo toda la alegría que da el amor.  Ya son innumerables las gracias que me está dando Dios, con las cuales quiere que yo esté alegre, tenga amor y forme contigo una sola alma.  Procuraré que mi vida sea de tal manera que no se trasluzca el más mínimo mal, pues por ti lo haré todo.

En cuanto a mis estudios, te diré que he comprado un despertador igual al que me prestan, para así poder, apenas me alivie, no fallar un día en mi levantada. Por ti haré todo lo que no he hecho y, ¡cómo no!, me van a ayudar tus oraciones. No puedo tener mejor intercesora ante Dios y, por lo tanto, agradezco profundamente tus oraciones. Y también rezo por los dos.

Si ves al ingeniero, le preguntas si se enojó conmigo, pues no me dejó los papeles: hoy fui a la casa de la señora Tofuero, y me dijeron que no había dejado nada.

En cuanto lo que me preguntas de Laura, ya te dije una vez que no la entiendo; pero es claro que al no contestarte ya no le escribas (aunque esto no lo vayas a hacer conmigo, pues si no te contesto como yo quisiera, luego luego, con mis pensamientos y mis actos, siempre estoy acordándome de ti).

Pues bien, lo que le ha pasado a Laura no lo comprenderé nunca. Pero eso sí: nunca quisiera que nuestros hijos se vieran en caso semejante. Será mejor que no le escribas hasta que no te diga yo.

Alguna vez ya platicaremos más largamente. Ahorita ya me están llamando a comer. Saludos a tía Luchena y a todos. Y tú recibe todo el amor que tengo por tu persona ideal. Siempre tuyo,

Agustín


NOTA. (1) Agustín señala que su tristeza nace del saber que ha perdido 15 años de su vida. Sorprende tal revelación. De ser cierto lo anterior, nuestro héroe no ha hecho nada valioso desde los ocho años de edad. Sin embargo, sabemos que es absolutamente falsa la premisa de la que partimos (hay indicios claros y pruebas fehacientes de una infancia y una adolescencia ricas y productivas). 

¿Olvida Agustín sus triunfos deportivos, sus logros como estudiante, sus hazañas como alpinista, sus labores como católico comprometido, su carrera universitaria? ¡Sí, Agustín olvida todo esto! 

Pero el problema no está ahí, sino en el hecho de que es el propio joven quien afirma su vacuidad existencial y quien se reprueba. 

Dejemos a un lado la ternura y el enfado que nos provoca la subestimación del joven. Indaguemos mejor sobre la desmesurada autoflagelación. ¿Qué la motiva, de dónde surge, cuáles son sus causas? Ensayo una respuesta en los párrafos siguientes.

En toda experiencia de amor pasional, hay un grado de menosprecio de uno mismo, al menos el necesario para sentir que necesitamos al otro, para suponer que sin el otro nuestra vida está incompleta, para aspirar a la "plenitud" de la pareja. Además, el amante percibe su pasado como un largo y penoso camino, absolutamente fútil, por el simple hecho de que en él no está el ser amado. Tal impresión de las cosas, además de explicar la sensación de vacío que padece Agustín al evocar su pasado, confluye con otro río melodramático: la rigurosa disciplina que se autoimpone nuestro héroe desde sus propios escrúpulos religiosos.

Pasión y fe, erótica y mística, dos dimensiones donde la sed de elevación ( de éxtasis) es tanta que, al no ser inmediatamente saciada, encuentra en la ascética un alivio temporal, pues el amante y el devoto insatisfechos están, por su penuria, convencidos de que el suplicio, la negación de uno mismo y la entrega absoluta son las vías que conducen a la salvación y a la reciprocidad sentimental, o al menos a la sensación de libertad. 

Si por un lado nos encontramos ante la terrible confusión de ideas que genera el angustioso proceso amoroso, por otra parte tal desbarajuste interior es mayor porque Agustín ha sido, desde su infancia, física y moralmente riguroso, tanto que siempre se acusa a sí mismo de lo contrario: su gran pecado, afirma él, el que más lo atormenta, es la abulia, la pereza; pero no cualquier abulia, no cualquier pereza, sino la acedia, la pereza espiritual, "tedio y ansiedad del corazón que afecta a los anacoretas y a los monjes que vagan en el desierto" (Casiano), "terrible demonio del mediodía, torpor, modorra y aburrimiento" (Simón el Estilita y todos los padres de la Tebaida), "inercia, flojedad del espíritu, fastidio del corazón que genera el pesado y amargo disgusto de cargar con uno mismo" (Guigues el Cartujo), "tristeza y flacidez espiritual ante las dificultades de esta vida" (Tomás de Aquino).*

Si seguimos la lógica de Pablo de Tarso en su segunda epístola a los Corintios, entenderemos que la acedia tiene como causa el no saber perdonarnos. Y Agustín, educado por jesuitas, sabe castigarse, sabe maltratarse, vive señalándose a sí mismo cada "falta" que comete... ¡pero no sabe perdonarse! Sabe perdonar al prójimo, al amigo y al enemigo, pero no sabe eximirse de culpa a sí mismo. Entra el joven, entonces, en un círculo difícil de romper: "He cometido acedia, y soy culpable; y como me sé culpable, me abismo en una profunda tristeza; y en el fondo de la tristeza está la acedia, lo que me recuerda que soy culpable...". Cuento de nunca acabar.

Recordemos que Agustín fue educado por jesuitas, así que conviene revisar lo que dice Ignacio de Loyola sobre la acedia. Para el fundador de la Compañía, acedia es desolación, oscuridad y turbación del alma, tibieza, tristeza de saberse tan lejos de Dios. Y la carta que escribe Agustín el 30 de agosto de 1947, refleja nítidamente esa desolación, esa oscuridad, esa turbación del alma.

En este sentido, podemos comparar a Agustín con el protagonista de Retrato de un artista adolescente, de James Joyce: mientras Stephen Dédalus rompe con la religión (aunque nunca del todo) para abrazar el arte, Agustín se ata a su fe y renuncia a los placeres de la vida (aunque nunca del todo). Y si Agustín no se hace sacerdote jesuita es porque aparece en su vida María de la Luz, cuya primera (aunque involuntaria) función es la misma que ejerce (también inconscientemente) la joven que descubre un día Stephen Dédalus en la playa. La muchacha de Stephen moja sus pies en el mar y muestra con descuido sus muslos, y este hecho aparentemente inocuo se vuelve la epifanía del joven artista. En otra dimensión, treinta años después, María de la Luz muestra con descuido sus trenzas, y este hecho aparentemente inofensivo encanta al joven devoto, quien olvida su pretendida (acaso secreta) vocación sacerdotal.

Esta explicación de la renuncia al sacerdocio fue presentada muchos años después por quien esto escribe a su propio padre. En honor a la verdad, debo decir que Agustín nunca admitió mis explicaciones. Sin embargo, la sonrisa y el silencio de María de la Luz al escucharlas, alimentaron en mí la idea de estar en lo cierto.

Volvamos a las tribulaciones del joven Aguilar. 

Pasado el noviazgo, llegado el matrimonio, pasada la juventud, llegada la madurez y la paternidad, Agustín mantendrá siempre sus aflicciones morales: siempre se sentirá un gran pecador y un hombre indigno del amor de María de la Luz e incluso del amor de sus hijos. Su obsesión por la penitencia lo llevan a renunciar a otro sacramento, la eucaristía, cuando ésta no es antecedida de confesión de los pecados ante un sacerdote. 

¿Cómo encaja lo anterior con la alegría manifiesta de Agustín? Sus padres, sus hermanos, sus amigos, sus compañeros, María de la Luz misma, sus ocho hijos y sus diez nietos son testigos del júbilo permanente y contagioso de nuestro héroe. ¿Entonces? Entonces, concluyo, estamos ante un santo, ante un hombre que se entregó a su familia en cuerpo y alma, y que sonrió durante toda su entrega (casi nueve décadas) a pesar del cilicio espiritual que le impuso la formación jesuita de sus primeros años.

(2) En cuanto a Laura, hermana de Agustín, digamos algo para que el lector no haga conjeturas equivocadas: Laura está enamorada y el novio -Alejandro Barroeta- no es bien visto por el abuelo Ismael. Pero Laura está empeñada en casarse, aun en contra de la voluntad de sus padres. En otra ocasión hablaremos de Laura.

(3) Las fotografías a las que se refiere Agustín son las que ilustran esta carta.

*Las definiciones de "acedia" pertenecen a la riquísima colección de las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.

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