México,
11 de septiembre de 1947.
Querido
Agustín:
En
estos días se me ha acumulado el trabajo de la casa, pues la chiquilla que me
ayuda no ha venido. En parte por eso y en parte porque pienso que pronto te
veré, los días han pasado con menos lentitud. No he salido para nada. Y quizá no
lo creas, pero me encuentro muy contenta estando en mi casa y sólo me
entusiasma salir cuando tú te hallas conmigo.
¿Cuál
será el cariño que no me puedes dar? ¿Lo has dividido? ¿Guardas algo? ¿Y cómo
quieres que lo reciba si tú no me lo puedes dar? El día en que te di mi cariño,
te lo di todo entero, sin reservas ni temores. Ha ido aumentado. ¡Y te lo he
dicho! Pero esto no quiere decir que si te quería menos antes haya sido porque
no te daba todo. Siempre, siempre te he dado y te daré todo lo que tenga. Si mi
“haber” aumenta, esto significa, para mí, felicidad, pues amor es sinónimo de
felicidad, bondad, de… Dios.
Pero
debo de haber interpretado mal, porque yo siento que tú también me das todo lo
que tienes. ¿O me equivoco? Bien pudiera decirte infinidad de cosas que…
siento, que pienso, que deseo, pero prefiero callar, porque es más valioso el
silencio y porque es más divino el amor que no conoce la luz que, a pesar de
ser pura, lo mancha. ¡Cuídalo como yo quiero cuidarlo! Mientras más puro sea
éste, mayor (puedes estar seguro) será nuestra felicidad y sobre todo más
duradera.
Tuya, María
de la Luz.
P.D.
¿No se convirtió en pesadilla tu sueño? Porque hubo muchos cohetes. El dibujo
merece 10.
NOTA. Esta
carta intensa y profunda merece comentarse. Para hacerlo, digamos primero que
muy torpes seríamos si pensáramos que estos dos jóvenes carecen de cuerpos. ¡Ambos
los poseen y están muy vivos! Él tiene 23 años de edad y ella está a punto de
cumplir 21. Sin embargo, la severidad y el rigor de su formación católica hacen
de las palabras de ambos –al menos de las palabras de Agustín- laberintos
verbales y pozos de mistificación. Con base en este hecho (demostrable durante
toda su correspondencia), advirtamos que esta carta parece la consecuencia airada de alguna
conversación directa entre los novios.
Atisbamos claramente las palabras de Agustín a través de la inquieta pregunta de María de la Luz: ¿Cuál
es el cariño que no me puedes dar?, pregunta que es casi un reclamo y una
expresión de asombro, una manifestación de escándalo: ¿Cuál es, Agustín, el cariño que no me
puedes dar?
Proclive
siempre al lenguaje parabólico, ambiguo e incluso enigmático, Agustín quiso
acaso referirse con mucho tiento y suficiente delicadeza al anhelo erótico.
Imaginémoslos
sentados en una de las bancas del pasillo exterior de casa de tía Luchena:
¿Te
digo algo, Nené, y no te enojas?
María
de la Luz sonríe y lo mira fijamente.
-Si no
me lo dices, me enojo.
-¿Sabes
qué siento en este momento?
-¿Qué?
-Que
deseo darte todo mi cariño.
-¡Dámelo!
-No
puedo. Hay un cariño que no puedo darte, por ahora. No puedo, no debo, no
debemos.
-No te
entiendo. Y sí: ya estoy enojada.
Ambos
prefieren cortar la conversación y hablar de cosas menos complicadas. Pero
María de la Luz entristece un poco, porque no está segura del sentido de las
palabras de Agustín. Piensa, equivocadamente, que es ella la única que trae un
volcán en sus adentros, porque no puede imaginar que el hombre que ama tenga
debilidades humanas, como las que ella cree reconocer en sí misma. Frente a la
firmeza moral de Agustín, ella se siente débil física y espiritualmente. ¡Porque
ella sí reconoce su cuerpo! ¿Agustín lo reconoce? Sí, afirmamos tajantemente. Y
su confesión lo delata: “Hay un cariño que no puedo darte”. Pero como María de
la Luz no imagina que su novio también reconoce su cuerpo, tuerce entonces la confesión de él y la vuelve admisión de avaricia amorosa (porque un caballero tejido con virtudes, un santo que lucha por más santidad, al decir que se encuentra imposibilitado a entregar "cierto" cariño, no puede estar hablando del amor erótico). Y es entonces cuando María de
la Luz construye una pieza maestra (digna de los mejores momentos del barroco)
para reclamar lo que a ella le corresponde por derecho: todo el amor del hombre
al que ama. Repitamos ese discurso y observemos su ingenio y su elegancia
literaria:
¿Cuál
será el cariño que no me puedes dar? ¿Lo has dividido? ¿Guardas algo? ¿Y cómo
quieres que lo reciba si tú no me lo puedes dar? El día en que te di mi cariño,
te lo di todo entero, sin reservas ni temores. Ha ido aumentado. ¡Y te lo he
dicho! Pero esto no quiere decir que si te quería menos antes haya sido porque
no te daba todo. Siempre, siempre te he dado y te daré todo lo que tenga. Si mi
“haber” aumenta, esto significa, para mí, felicidad, pues amor es sinónimo de
felicidad, bondad, de… Dios.
Después
de este párrafo (que está a la altura de las argumentaciones de sor Juana cuando la jerónima describe la elocuencia del silencio), llega un remanso emocional. Y María
de la Luz se calma, pero su tranquilidad es el escenario propicio para la
atrevida y desafiante insinuación:
Bien pudiera decirte infinidad de cosas que…
siento, que pienso, que deseo, pero prefiero callar.
No satisfechas de sí mismas, tales palabras dan paso a
una de las más hermosas metáforas de esta niña apasionada (el amor de los cuerpos es luz). Gracias a un ligero desliz de su lengua, María de la Luz deja registrada para nuestra gracia esta asociación nacida de su reflexiones idílicas y de sus imaginaciones solitarias: el amor de los cuerpos es luz.
Al final, las palabras de la niña dan también paso a una propuesta gloriosa: “Si hemos de dominar nuestras pasiones,
cuidemos nuestro amor."